domingo, 11 de febrero de 2018

CARNAVALES DE ANTAÑO EN EL TANDIL


LOS CORSOS EN EL TANDIL


Los orígenes del carnaval se remontan a la antigua Roma precristiana, de donde surge la palabra posiblemente relacionada a la expresión "carnem levare"  o "carnelevarium" del latín vulgar que significa "la carne".
En la Roma pagana, se celebraba  la "saturnalia", que eran festejos referidos al comienzo de la primavera, que también tenían sus ceremonias y ritos en otras culturas europeas para la misma época. Eran días de exaltación del renacer de la naturaleza, de goce y de placer, que cuando se impuso el cristianismo y con él la Cuaresma (cuarenta días antes del Viernes Santo, tiempo de preparación y penitencia), se trasladó a los días anteriores a la misma, acentuando el sentido de hedonismo, del cual, teóricamente, habría que prohibirse hasta después de Semana Santa.
De esta manera, la tradición pagana se enlazó con el calendario cristiano, y los festejos de la primavera continuaron con el carnaval. En la Edad Media, los carnavales romanos alcanzaron gran fama y para el siglo XV se extendieron a Venecia, Florencia y a otras ciudades italianas, francesas, alemanas y españolas.
Máscaras, disfraces y cierto desenfreno en el que las jerarquías sociales de la época se dejaban de lado, caracterizaron estas celebraciones medievales, que con la Reforma, dejaron de ser públicas, en los lugares en que triunfó, y quedó sin embargo con continuidad en los países que siguieron en el catolicismo.
Ya más cerca de nuestros tiempos, los festejos populares de carnaval, en sus distintas expresiones, cobran especial relieve en algunas ciudades de Europa. Así llegan hasta  hoy los de Venecia (Italia), Niza (Francia), los de algunas ciudades renanas y bávaras de Alemania y -luego de estar prohibidos en la etapa franquista- los de Cádiz y Tenerife en España.
En América, en ciertos países tomaron características e identidad propias, y en muchos casos se produjo un sincretismo con ritos indígenas, de antigua data.
Los de Nueva Orleans en los Estados Unidos, los de México, Perú y Bolivia, así como los antillanos, han cobrado fama, aunque sin duda, son los de Brasil -especialmente los de Rio de Janeiro y Bahia- los que resultan, contemporáneamente, los más populares y famosos en el mundo por su espectacularidad, colorido y cierto toque de erotismo.
En nuestro país, esta celebración se ha desarrollado con sus peculiaridades, en casi todo el territorio, aunque los del noroeste y el litoral se destacan singularmente.

La historia del carnaval en Tandil tiene sus datos llamativos. A fines del siglo pasado, las autoridades se vieron obligadas a reglamentar los festejos por la violencia que imperaba en los mismos. Fuertes multas, arreglar las calles -aún sin empedrar- y la cárcel formaban parte de las sanciones. Otras ordenanzas prohibían la imitación de uniformes militares. Años después llegaron los corsos, las orquestas típicas y rítmicas, y los cantantes famosos.
Cuando están ya sobre nosotros los días en que el calendario fija la fecha del carnaval y Tandil, como ocurre en distintas ciudades del país y del mundo, se apresta a celebrar este antiguo rito, tratando de reverdecer viejos laureles, que nostálgicos abuelos traen a la memoria.
En nuestra ciudad, desde la época en que era un pueblo, los cultores del carnaval llevaron a la comunidad su alegría, aunque nunca tuvo características que lo perfilaran con rasgos indentificatorios propios, muy diferente a otros de origen urbano.
Revisando la antigua documentación existente en los archivos locales, hemos encontrado verdaderas curiosidades, que hoy resultan interesantes de conocer. Entre los antecedentes más remotos de intentos de reglamentación de los festejos, hemos hallado una ordenanza del 19 de enero de 1883, dictada por la Corporación Municipal -todavía no existía Concejo Deliberante ni Intendente- que entre otras cosas prohibía en el juego "arrojar harina, polvo de colores, huevos de todas clases, frutas naturales o imitación en cera y dar golpes con vejigas, globos de goma, etc".
Parece que por entonces nuestros antepasados gustaban enchastrar y aún casi agredir a sus congéneres (los tiempos no han cambiado mucho en esas irracionalidades). La citada reglamentación permitía en cambio arrojar románticas flores sueltas y confites de tamaño pequeño.
Transgredir la normativa, hacía pasible a los responsables de fuertes multas, las que se incrementaban si eran reincidentes y eran destinadas al arreglo de las calles -aún sin empedrar- del pueblo.
Para 1887, el primer Intendente Pedro Duffau, reglamentó el juego de carnaval nuevamente, agregando a las prohibiciones ya citadas de la ordenanza anterior, la de jugar con agua arrojada con "baldes, jarros o bombas", e incorporando la figura del arresto en el caso de no pagar la multa, si se infringía la normativa.
Al año siguiente de esa reglamentación, el corso se hacía en la calle 9 de Julio entre Mitre y Belgrano, la que era recorrida por carruajes engalanados, comparsas con músicos locales y las tradicionales "mascaritas" que ponían una nota de intriga en el chismerío pueblerino.
Pero disfrazarse no era cosa de tener voluntad sino además  solicitar el permiso respectivo y respetar la prohibición de imitar uniformes militares o de órdenes religiosas y no portar armas aunque el disfraz lo exigiese, tanto en el recorrido del corso como en los bailes, en los que las reyertas eran habituales.
Las exigencias de la época se extendían a cánticos, discursos y también a las danzas, las que no debían ser "indecentes", sopena de ser multados fuertemente los "culpables".
Años después, en 1893, el intendente José G. Almada, reglamentaba el festejo del carnaval en términos similares, agregando que se podía arrojar "papel cortado" (el papel picado que conocemos).
Para 1897, el jefe comunal de entonces, Eduardo Frers, repitió reglamentaciones ya existentes para el corso que continuaba realizándose en la calle 9 de Julio.
Ya en este siglo, la costumbre de celebrar el carnaval continuó con características similares, variando el recorrido de los corsos y los lugares de moda para los bailes, los que congregaban gran cantidad de gente disfrazada. Las calles 9 de Julio y Gral. Rodríguez entre Gral. Pinto y Av. España fueron testigos de muchos carnavales; hacia la década de 50, la Av.Colón (entonces Figueroa) fue el centro de la celebración tandilense, con recordadas decoraciones e iluminación y la participación de algunas comparsas del barrio de Palermo de la Capital Federal.
Los clubes adherían entusiastas con sus bailes y desde el desaparecido Club 25 de Mayo hasta el Excursionistas, pasando por el Super, o los tradicionales Santamarina y Ferro, ofrecían las orquestas "típicas" (tango) y las "rítmicas" (ritmos tropicales y jazzísticos), en algunos casos con contratados de nivel nacional que batían récords de recaudación cuando se trataba de Alberto Castillo o de Antonio Tormo, por ejemplo.
Más cerca de nuestros días, el centro volvió a ser sede de los corsos, hasta que Villa Italia, con Unión y Progreso a la cabeza, dio un sabor distinto a la celebración, que tenía en el desplazamiento geográfico ya un atractivo de aventura para los jóvenes de esos años, que en los "patios criollos", en Unión o en el desaparecido Doce Estrellas, esperaban encontrar la culminación carnavalesca con el hallazgo de una pareja condescendiente a sus apetitos.
También la Av. Rivadavia, la Av. España, alrededor de la Plaza Independencia, la barriada de Moreno y Arana, han sido escenarios para la celebración carnavalesca, cada vez con menos fervor y sin aquellos atractivos de protagonismo popular espontáneo, que caracterizaron los carnavales tandilenses antaño, tiempos en que el estrés no hacía mella porque los espíritus navegaban otras aguas y con otros barcos.
Tiempos de aguas perfumadas; de pomos de plomo; de papel picado y serpentinas de colores que se arrojaban al paseante cual un piropo; de máscaras y antifaces; silbatos y matracas; murgas y comparsas con instrumentos de cañas, latitas de duraznos y celofán, que ensayaban todas las noches, para alegría de los niños y curiosidad cómplice de los grandes, en carnavales que más de un abuelo habrá revivido ante la mirada fascinada de su nieto.

 Daniel Eduardo Pérez
                                                                 

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